Antes de que se caiga la casa (por el Día Mundial del Refugiado)

Hoy es el día mundial del refugiado, para empezar diré que me indigna que exista un día como este, no en tanto es una extraña conmemoración o recordatorio de una tragedia que sufren, según el último informe de la ONU en 2016, unos 65.6 millones de personas en el mundo. Es precisamente el hecho de que existan 65.6 millones de historias de miedo, de sufrimiento, de incertidumbre y todas las lacras inherentes a estos movimientos forzados de población como la esclavitud laboral, las violaciones, los secuestros, el comercio de órganos, la venta de niños, la trata de personas para la esclavitud sexual y todo el abanico de perversiones que abre el mercado del sufrimiento ajeno en este sistema despiadado e inhumano.

                Circulan cantidades abrumadoras de imágenes capaces de ulcerar el alma de cualquiera, niños ahogados en la playa, naufragios de los miles que han convertido el Mediterráneo en la fosa común de nuestra vergüenza (de los que nos creímos europeos, digo). Imágenes de padres abrazados a sus pequeños compartiendo con ellos el grito del horror. Desplazados cubiertos de polvo, cubiertos de nieve, cubiertos de eritemas solares. Parece que siempre aparecen cubiertos con un ligero velo que los separa de nuestra piel, parecen de piedra, o de agua, de bronce, de tiza, por eso luego algunos se extrañan de verlos con un teléfono en la mano, esos es insoportable para los que se creyeron la mentira del velo. El iphone en la mano los normaliza, los convierte de nuevo en consumidores, los inserta de nuevo en nuestro mundo y es cuando algunos se sienten hasta ofendidos, incluso hacen pataletas exigiendo que se les retire la más mínima empatía o solidaridad.

                No quiero entrar a fondo en las causas de este movimiento masivo de refugiados que está desbordando al mundo entero (entiéndase “desbordando” como “incómoda consecuencia no calculada en los límites territoriales jodiendo la imagen pública de los países de primer mundo”) pero es inevitable hacer notar, que es nuestra culpa, así, a secas, sin limaduras ni maquillaje. Lo es y, en el fondo, lo sabemos. En el mundo de hoy en día la ignorancia ya no puede ser la excusa del cómplice necio, no existe. Sabemos lo que hacen nuestros gobiernos, con quién, cómo y de qué negocian. Y si no lo sabemos tenemos todos los medios a nuestro alcance para averiguarlo.

                Pero no quiero que esa rabia radical que me invade cuando trato este asunto se me suba a la cabeza y empiece a soltar improperios y acabar en un archivo de “radicalizados peligrosos” no, quiero hablar de una foto que tomó José Palazón en un tramo de la frontera entre Marruecos y Melilla.

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Porque si algo puede reflejar con exactitud el sistema en que vivimos, la degradación moral a la que nos conduce este sistema inexorablemente, es esta imagen. No hay sangre, no hay pedacería humana, no hay cadáveres, no hay lanchas de rescate ni niños llorando. En esta imagen hay algo  peor, algo mucho más hondo y diabólico, esta imagen está llena de indolencia. De la misma indolencia que mostramos al permitir guerras ilegales, la misma que mostramos ante la ocupación criminal de Palestina desde hace casi 70 años, la misma indolencia que mostramos cuando nuestro gobierno hace negocios con los saudíes a pesar del genocidio en Yemen. Es la misma indolencia con la que compramos ropa barata a pesar de saber que costó la vida de miles de mujeres en el Rana Plaza o que está matando lentamente a niños por todo el tercer mundo. Es esa indolencia que nos hace cambiar de canal cuando nos muestran las consecuencias de ella misma.

                Si los 65.6 millones de desplazados en el mundo fueran habitantes de un mismo país, este sería mayor que Francia, mayor que Reino Unido, mayor que España, Italia, Canada, Argentina y un largo etc de países que parecería el hermano pequeño. Aún así, nos permitimos el desdén al hablar de ellos, nos permitimos el discurso del miedo al debatir acogerlos, nos permitimos el discurso de la escasez pero sobre todo, nos permitimos la indolencia.

                Creo, en el fondo,  que es bueno que exista un día mundial del refugiado, al menos da muestra de que algunos de nosotros y me incluyo con gusto, no somos indolentes, no queremos contagiarnos de indolencia porque sabemos que la indolencia es como la humedad que se infiltra lentamente en una casa y para cuando aparece la evidencia ya la casa está por derrumbarse.